Todos los días se repite esta consigna en los titulares de los medios de comunicación. Es un principio que al parecer se acepta sin digerir en la sociedad de hoy. En menos de dos semanas pasamos del caso del caníbal de Miami, al de Rosa Elvira Cely, y de nuevo al caso Colmenares. El primero no se explotó lo suficiente en Colombia, quizá por su distancia en términos de lo que nos toca de manera directa. Los dos siguientes sí presentan ese vínculo. Sólo que el de la mujer a pesar de lo macabro aún no le permite a los medios exponerlo con el intríngulis necesario, para capturar la atención de los receptores como si ocurre con el caso del estudiante de la Universidad de Los Andes, más aún ahora que aparece un testigo ocular de los hechos que acontecieron aquella noche de octubre del 2010. Otros hechos de menor relevancia noticiosa son invisibles, cuando no aportan elementos dignos de alimentar la expectativa. Pero ¿por qué ocurre esto?: consideremos tres cosas antes de presentar argumentos con relación a esta reflexión. Primero: aunque el drama es una categoría teatral, cuando se habla de esto con relación a la noticia de un hecho de sangre más bien se puede decir que se trata de un melodrama, pues cuando la información se presenta bajo la consigna de lo extraordinario, el titular y el contenido apelan a las emociones del receptor. Segundo: la cualidad de algo extraordinario implica que alguien se ve implicado en un hecho que no es común, y que de alguna manera va más allá de lo normal o de lo normativo para una sociedad. Tercero: un drama extraordinario siempre vende porque no sólo alimenta la curiosidad de los receptores sino que además la sacia. Pero ¿estas son verdades de Perogrullo?, no si las examinamos de manera detallada. El melodrama mediático es un fenómeno presente en las telenovelas, el telefilm, los comerciales, los programas de deportes, los noticieros, y los dibujos animados. Entre otras cosas hereda del melodrama en el teatro burgués el esquema básico, en el que se enmarcan gran parte de las noticias judiciales, reduciendo y relacionando las circunstancias sociales con un triángulo conformado por la víctima, el victimario y el benefactor. Modelo en el que se agotan los argumentos y el análisis de la información. Por otra parte las sociedades contemporáneas han apropiado el melodrama mediático para hacer de este uno de los tantos modelos de control social, como en su época ocurrió con la literatura homérica, con la dramaturgia de Shakespeare o los relatos de los hermanos Grim – por mencionar tres referentes – autores que de manera audaz consiguieron hacer de los hechos de sangre, obras de arte que sin además de entretener, informan y de alguna manera se dirigen a la formación moral de los receptores. Claro que conservando las diferencias entre el discurso periodístico y el literario, tenemos que el segundo amplifica las versiones de realidad que ofrecen los medios de comunicación y el discurso oficial de cualquiera de los poderes reales en la sociedad. Ahora bien, un hecho de sangre convertido en melodrama vende porque una de las finalidades de este es que nos recuerde nuestra condición humana (cualquiera puede protagonizar un hecho semejante), pero además señala la prohibición moral y el castigo (evite caer en un hecho así pues sabe lo que le espera), situación en la que media la ley, la norma hecha código. El discurso mediático refuerza el sentido estructural de una sociedad funcional y preestablecida a partir de la escala de valores socialmente aceptada. Y ocurre que en nuestra sociedad, cuando el hecho de sangre se complica, va más allá de lo noticioso y se alimenta de circunstancias que tocan la sensibilidad de los receptores, entonces se ramifica, es decir que da origen a otros relatos y por ello se serializa, se capitula. Y lo que antes parecía tener un fin precipitado toma la forma de la crónica roja o del reportaje sensacionalista distribuido por entregas. Los receptores se concentran en la función expresiva (el cómo se habla) del discurso, más que en la función referencial (de lo qué se habla). Entonces los medios instalan el tema en la agenda pública (en la mente y el habla de los receptores), y explotan el asunto hasta más no poder. Luego van a la cacería de otra historia escabrosa. Lo paradójico es que dada la lentitud de los procesos judiciales los hechos de sangre que adquieren esta dimensión mediática creciente, en ocasiones adquieren celeridad a causa de la presión social generada por la opinión pública, que de alguna manera es modelada por los mismos medios. Pero además el tono moralizante del discurso mediático, en estos casos estigmatiza a los protagonistas del hecho y reduce su condición humana a rótulos simples: la víctima y el victimario, que se complementan con una discreta percepción que en apariencia resulta trivial, pero que esconde la perversión de nuestra sociedad: en el caso Cely una mujer humilde que luchaba por salir adelante sería la víctima de un sádico que estudia en el mismo colegio nocturno donde lo hace ella. En el caso Colmenares: un estudiante de piel trigueña sería la víctima de otros “compañeros” (no se sabe cuántos), ricos y bellos que al parecer ocultan la verdad. En esta y otra serie de lecturas descansa el melodrama mediático en el que se reduce todo al sentimentalismo. Como vemos uno de los problemas es que en temas judiciales el tratamiento y la interpretación de la información, se concentra en “el drama de las víctimas”, aunque en ocasiones los victimarios consiguen ponerse en el rol opuesto con el favor de los medios. Y la fórmula es que en su momento aparece el benefactor que generalmente es institucional, y así se resuelve todo. Y entonces los receptores pueden dormir tranquilos y seguros. Son muchas las reflexiones que quedan por fuera de este asunto, y a las que se puede dedicar más espacio y tiempo en otro momento. Por ahora es necesario plantear: es verdad que los hechos noticiosos de sangre venden, y que el problema no sólo es el enfoque de la información sobre personas que son reducidas a rótulos, sino además que el esquema moral e institucional en el que se enmarcan la noticia, la crónica y el reportaje, cuando se dirige la atención hacia aspectos que alimentan la curiosidad, apelan a la sensación y estigmatizan a los protagonistas de los hechos, no enriquece la mirada de los receptores, y tampoco los hace partícipes del debate público con suficientes elementos de juicio. Es entonces cuando el tratamiento de un hecho se queda en la patología de las emociones y el receptor se convierte en un cliente al que es necesario generarle más y más emociones cada día. Es cierto que a menudo el melodrama mediático motiva la movilización social y el rechazo, pero esto no deja de ser más visceral que reflexivo. Y también es cierto que en ocasiones este fenómeno alerta a la sociedad con relación a peligros latentes, pero de paso nos somete a la paranoia y la desconfianza. Recordemos que los retóricos (antiguos y los contemporáneos), saben que la manera de tratar un hecho de sangre no sólo se limita a las emociones, sino que además se puede abordar desde las ideas y las conductas tanto de los protagonistas del hecho como de los receptores, lo que no ocurre hoy en día. Pero más allá de tener presentes las claves de la persuasión y del entretenimiento, es necesario educar la mirada de una sociedad con relación a los contenidos informativos y allí el papel del docente es clave: por ello su deber comienza con la amplia comprensión del fenómeno mediático, sigue con el acompañamiento dialogado y responsable de las situaciones de recepción de sus estudiantes, y continúa con la elaboración de propuestas para educar audiencias altamente cualificadas, que le exijan a los medios calidad humana en el abordaje de la información. Un ideal es que medios y educación pensemos ¿qué receptores, estudiantes y periodistas necesita la sociedad actual? (Este texto lo publiqué en varios medios, entre ellos el portal Tras la cola de la rata)